Aún tengo el reloj guardado en la caja de los recuerdos

Axela

DIECISIETE

Aún

Aún tengo el reloj guardado en la caja de los recuerdos, junto a las notas de despedida que me dedicaron mis compañeras, el último día de la escuela primaria; las primeras cartas de amor y las postales del mar mediterráneo recabadas durante un viaje de infancia.

Flamante reloj platinado de 12 rubíes, que pueden certificarse incrustados en el mecanismo de su entraña, a través de su tapa transparente.

Ya no sirve, es cierto, pero lo guardo. Tanto porque al tenerlo en mano, evoco con facilidad su recuerdo; tanto porque es la única joya con rubíes que poseo.

Esta no es una historia de amistad. No. Ella no me lo entregó por estimación… ¡Si apenas y nos conocíamos!

Yo, usaba en ese entonces un nombre falso, ¿A cuenta de qué, creer que ella usaba su nombre verdadero? Eran esos tiempos, en los cuales la confianza podía costar la vida.

Todos quienes me rodeaban eran simplemente personas sin pasado ni referencias. Ella también. Sólo platicábamos sobre el trabajo a realizar y nunca hubo oportunidad de llenar el silencio con los resquicios de intimidad, tan comunes entre personas que comparten la cotidianidad.

Es más, cuando la confidencia se acercaba, tornábamos los ojos apenadas por haber infringido el rígido código de seguridad de la información compartimentada.

De su persona, lo más que supe era lo evidente: su origen campesino, sus temblores de miedo antes de cruzar las calles transitadas, su dificultad para leer de forma corrida y; esa forma de tocar con infinito respeto, como quién acaricia, aquello que ve por vez primera, como una wafflera o una computadora, por citar ejemplos.

La primera vez que supe del reloj fue cuando regresamos de Cuba, donde permanecimos varias semanas, aunque cada una por su lado. Yo visitando a mujeres organizadas y ella en una agenda apretada que aún desconozco.

En el avión de regreso a México, noté que estrenaba el reloj. Me desconcertó encontrarla sensiblemente decaída; baja de moral revolucionaria.

Discretamente inquirí sobre las causas de su tristeza, pero no respondió. Por disciplina puede ser, o porque simplemente no le infundía confianza suficiente.

Días previos al regreso a la zona de conflicto, se mostró especialmente arisca. Yo lo atribuí a que los meses transcurridos lejos, la habían colocado en ese espacio de tensión y ansia abrazante que sufrimos quienes hemos sido separados por fuerza de nuestros seres queridos y nuestras responsabilidades.

La mañana de su partida, cuando esperaba verla radiante de felicidad, noté que le escurrían las lágrimas.

Sentada en su cama, observaba el reloj:

Cambiemos de reloj – Me dijo, sorbiéndose los mocos – Usted se queda con éste y yo me llevo el suyo ¿Qué le parece?

¡No, cómo cree usted que me quedo con su reloj! – Respondí-. El suyo es joya valiosa y el mío es plástico corriente.

Da lo mismo pues. No me lo puedo llevar. Mire…

Bajo sus doce rubíes, tenía grabado, minúscula pero inconfundiblemente: “Made in URSS”.

En comprensión silenciosa y resignada cambiamos los relojes. Ya me estaba abrochando en la muñeca el reloj de 12 rubíes, cuando agregó:

– ¡Cuídemelo que me lo dio mi marido! Tal vez cuando ganemos la guerra, se lo mando pedir…

Nunca lo use. Lo juro. Pero cuando pasaron tres años de la firma de los tratados de paz, dejé de pensar que algún día vendría a pedirme el reloj y a contarme la historia completa. Ahí se descompuso sólo. Creo porque le cayeron tiliches encima, el polvo, o no sé.

Algún día encontraré un relojero, familiarizado con mecanismos extranjeros. Esa es una esperanza razonable.

De la otra esperanza, de que vuelva y sepa que respeté el sacrificio de su amor… De eso, mejor ni hablar.